Los criamos igual y son tan distintos. Es una afirmación que se escucha con frecuencia. La autora reflexiona acerca del respeto por la individualidad.

Informar para la Salud - 26-03-16

Muchas veces, la mayoría diríamos, los seres humanos no se parecen entre sí.  Pero existe la ilusión que tienen que ser parecidos los padres con los hijos y entre los hermanos. No solo física, sino también en sus características de personalidad.

La verdad esto no es así, no sucede así y no tiene por qué ser de esta manera.  Ocurre que no es cierto que tengan la misma crianza, aunque los padres nos esmeremos en ser equitativos y tratemos de ser iguales con todos nuestros hijos, no nos sale. Esto pasa porque no somos los mismos padres en los distintos momentos de nuestras vidas. Incluso en las distintas circunstancias de la vida van haciendo cambiar a las personas, se cambian los puntos de vista y hasta de criterios frente a algunas cuestiones. Si bien los valores que les queremos transmitir pueden ser inmutables, quizá la manera de transmitirlos puede variar. Y además cada hijo, ser humano único e irrepetible, nos inspira y nos provoca distintas reacciones y emociones.

Por otro lado, cada pareja tiene su historia de amor y deseo particular de paternidad, derivados de su propia historia individual, por lo cual las fantasías compartidas respecto al hijo y el respeto por el otro, es lo que irá marcando al hijo desde la temprana infancia.

Ser el primogénito, el del medio o el benjamín no es poco importante, este orden no sólo puede llegar a predisponer el futuro de los hermanos, sino que acaba siendo determinante a la hora de modelar la personalidad. Desde la Biblia a nuestros días, encontramos historias de rivalidad entre hermanos. Cegado por los celos que le producía la predilección divina hacia su hermano menor, Caín mató a Abel. Los celos, las relaciones tormentosas, incluso el fratricidio, están presentes en la mitología, la cultura popular y la literatura de todos los tiempos.

La rivalidad entre hermanos es la forma más directa de competir durante la evolución de un ser humano, porque en esa lucha se desarrollan estrategias para ganarse la atención de los padres durante la infancia. La personalidad se va moldeando a medida que se aprende a ocupar y defender lugares familiares que nos aseguren algún puesto.

Las relaciones entre hermanos suelen ser las más largas de nuestras vidas, y de las más importantes, tanto que forjan las directrices de la personalidad de cada uno. Dentro de una familia se desarrollan caracteres tan diferentes, que no parecen hermanos.

Cuando nace el primer hijo, nacen también los padres. Una nueva situación que desestabiliza a la pareja, se sienten inseguros, torpes, en cambio con el segundo ya van entrenados. Otros factores que inciden en la relación es si el niño fue deseado o no, o si el sexo del hijo es el que esperaban, o si antes hubo alguna pérdida o aborto, o si ha habido otro hijo con alguna discapacidad.

Cada hijo tendrá una sensibilidad diferente y debe ser desarrollada según su singular forma de ser. Más aún los padres deben reconocer los distintos caracteres y temperamentos, respetarlos desde el inicio y promover esas diferencias, fomentando la tolerancia desde el mismo núcleo familiar.

Es verdad que aparece algún grado de satisfacción al observar que determinadas conductas infantiles repiten formas familiares, hay esperanza de continuidad generacional. Pero no debemos permitir que la inercia familiar pueda torcer vocaciones.

Hay veces que los mandatos familiares son tan fuertes y rigurosos que ninguno parece poder desafiarlos y entonces, nos encontramos con familias de estructuras rígidas, muy poco permeables a los cambios y capaces hasta de imponer patrones familiares referidos a la elección profesional, simpatías políticas, deportivas, etc.

Criarlos en un margen de libertad, es desde el punto de vista psíquico, mucho más saludable, promover el encuentro con uno mismo desde el respeto por la diferencia, es un valor que los ayudará a conducirse por el camino de la vida de manera más saludable. Ahora, si pretendemos que nuestros hijos cumplan nuestros sueños postergados o vocaciones frustradas, los condenaremos a vivir una vida sin salida.

La identidad, forma de ser individual, se construye en un proceso que comienza con el nacimiento y continúa en formación hasta pasada la adolescencia, podríamos decir que alcanza la plenitud en la adultez. Comenzar a construirla sobre las sólidas bases del respeto por la individualidad y por las diferencias, con las potencialidades que cada uno tiene, será clave para transitar una existencia con mayor plenitud.

Lic. Estela Dova. Psicóloga. M.P.1936, Mgter. en psicoanálisis, Miembro de Fundación Clínica de la Familia


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