No, no se trata de una mala traducción de una novela de Jane Austen, sino de investigaciones que intentan develar algunas de nuestras emociones más primarias a partir de experimentos, observaciones y, sobre todo, muchas ganas de entendernos como bichos sociales. Estas investigaciones tienen en común al antropólogo y psicólogo argentino Daniel Sznycer, que después de recibirse en la UBA, anduvo por California y actualmente sigue persiguiendo comprender algo así como la psicología de la sociabilidad.
Comencemos por el orgullo, eso que por un lado nos infla el pecho, pero por otro puede ser considerado como un exceso de ostentación. Lo que es seguro es que el orgullo es un sentimiento universal: no hay cultura que no lo experimente de alguna manera. Y como todo lo universal, podríamos preguntarnos de dónde sale, qué ventajas tiene, por qué se ha mantenido entre nosotros. Dicho y hecho: ésas fueron las preguntas de Daniel y sus colaboradores en experimentos que involucraron unas 2000 personas en 16 países, bajo la hipótesis de que el orgullo evolucionó para que los otros nos miren con más cariño y nos respeten y valoren más. En cierta forma, funciona como una motivación para lograr metas que sean apreciadas socialmente. A demostrarlo: los científicos propusieron unas cuantas situaciones de ficción en las que la gente tenía que valorar las acciones que allí realizaban otras personas, o bien determinar cuán orgullosos se sentirían si ellos mismos estuvieran protagonizando esa ficción. Lo fascinante es que cuanto más se valoraban las acciones ajenas, más orgullosos se habían sentido los sujetos si se hubiera tratado de ellos mismos, y viceversa. Nos enorgullecemos de aquello que creemos que los otros aprobarían. seamos coreanos, italianos, turcos o canadienses. Incluso en Japón, en donde cuenta la leyenda que lo que supuestamente importa es el comportamiento colectivo y no lo que haga que un individuo en particular se enorgullezca de sus acciones. Aguante el orgullo, entonces, como cemento y fomentador de las relaciones sociales.
¿Y la vergüenza, entonces? ¿Es lo peor que nos podría pasar, aquello que enrojece las mejillas y nos hace escondernos en el baño hasta que se vayan todos los invitados? Otro trabajo de Sznycer -también intercultural y resultado de colaboración entre científicos norteamericanos, europeos y asiáticos- defiende a este sentimiento con razones evolutivas. La vergüenza, dicen, no es ni más ni menos que un mecanismo de supervivencia que protege a las amistades y, en el camino, a nosotros mismos. De nuevo: no hay cultura que escape a ser vergonzosa en determinadas situaciones, así que vale la pregunta: ¿de dónde sale esta cualidad tan humana? Así como el dolor hace que saquemos los dedos de una vela para proteger a nuestra piel, la vergüenza hace que salgamos de una situación complicada para proteger a nuestras relaciones sociales. No sólo eso: nos ayuda a elegir las mejores opciones y, de paso, impide que los otros nos miren negativamente. La metodología fue parecida a la anterior: unas 900 personas de EE.UU., India o Israel miraron videos con situaciones negativas (como infidelidad, debilidad, tacañería), y debieron determinar cuán avergonzados se sentirían si esas situaciones les ocurrieran a ellos. Cuanto más negativa fuera una situación, más vergonzante se juzgaba. La conclusión es similar a la del orgullo: queremos que los demás nos quieran y nos valoren, que nos vean como un buen compañero., alguien confiable. Si algo nos avergüenza, es porque pensamos que está mal o va a ser juzgado negativamente, así que, por las dudas, tratamos de no hacerlo y de no perder amigos en el intento. Como diría Silvio Rodríguez, «si tuviera en mi ropero sólo la percha vacía,?la vergüenza tendría». Y quizá no estaría nada mal. ¡Aguante la vergüenza, también!
Insaciable, Daniel sigue investigando cuestiones como la cooperatividad, la compasión o la envidia. En definitiva, todo aquello que nos hace humanos. Y desear que nos quieran.
Fuente: lanacion.com.ar