Los conflictos son consustanciales a la convivencia humana y las relaciones familiares no constituyen una excepción. Aún en la interacción entre personas vinculadas por lazos de parentesco y afecto, es inevitable que se produzcan disputas, enfrentamientos o peleas, cuando las conductas, intereses, sentimientos o emociones interfieren entre sí, chocan, compiten.
La cercanía, el contacto estrecho y permanente, la intimidad y las dependencias recíprocas (materiales, emocionales y/o espirituales), que caracterizan a las relaciones familiares, son factores que sirven, tanto para permitir y facilitar la superación de los conflictos, como para apuntalarlos y agravarlos. En algunos, las dificultades para lograr acuerdos (para seguir juntos o empezar a transitar caminos separados) derivan en la destrucción no sólo de quienes se encuentran enfrentados, sino que la intensidad de la lucha arrasa con todo (parientes, allegados y seres queridos, patrimonio y trabajo, etc.). Los denominados “divorcios destructivos”, al estilo “La Guerra de los Roses”, son un buen ejemplo de este tipo de litigios.
Pero si bien los conflictos familiares son inevitables, la destrucción que ellos suelen generar no es ineludible. Es posible reducir los daños que ocasionan antagonismos mal resueltos o diferencias y desacuerdos mal gestionados. Es más, bien encausados, los conflictos pueden fortalecer y mejorar las relaciones familiares y, como todo trabajo psíquico significativo, permite forjar habilidades y dotar a sus protagonistas de nuevos registros de sensibilidad y de expresividad que redundan en beneficio de la autorrealización (Christophe Dejours).
Uno de los mecanismos utilizados en nuestra sociedad para “resolver” los conflictos familiares es el litigio judicial. En su versión tradicional, esta forma “civilizada” y “razonable” de decidir las controversias consiste en un combate, una confrontación, en la que una parte gana y la otra pierde. Para ganar cada litigante tiene que fortalecer su posición y debilitar o destruir la de la contraria. Aún cuando se trate de una contienda reglada, que se desarrolla bajo la vigilancia de un juez, los daños a la relación entre las personas enfrentadas es inevitable, lo mismo que los deterioros psíquicos, emocionales y aún físicos que produce.
La resolución de las controversias por un tercero imparcial, en base a razones (que se despliegan y enfrentan a lo largo de un juicio) y de acuerdo a reglas predeterminadas y conocidas (leyes), es indudablemente mejor que dejar que las disputas sean resueltas por la fuerza, la coacción, el sometimiento o la necesidad. Pero, con ser el mal menor, el proceso adversarial no deja de ser un mal.
Mediación como alternativa
¿Hay otras formas menos dañinas de encauzar los inevitables conflictos familiares? Afortunadamente sí.
Fracasados los esfuerzos de autocomposición del conflicto a través del diálogo y la negociación directa entre los involucrados, contamos con la posibilidad de la mediación, en la que un tercero neutral ayuda a las partes, facilitando la comunicación entre ellas, a descubrir sus verdaderos intereses (ocultos detrás de sus posiciones) y a que sean ellas las que construyan la solución que les permita desanudar la disputa. Este método de resolución de conflictos tiene, entre otras ventajas, la de ser rápido, económico, confidencial, adaptado a las necesidades de las involucradas y, fundamentalmente, que preserva y mejora la comunicación y la relación entre las personas.
Cuando la mediación no es posible, conveniente o eficaz y el conflicto es llevado a sede judicial, los esfuerzos de las operadoras jurídicas deben encaminarse a evitar, o al menos disminuir, los efectos nocivos del proceso judicial.
En momentos en que se ha instalado en el debate público la necesidad de producir reformas en el sistema judicial (discusión que celebro), parece oportuno revisar no sólo los mecanismos que interesan e involucran al poder, sino también los que importan al justiciable, porque lo afectan directa e inmediatamente, tales como los procedimientos para resolver los asuntos de familia.
“Justicia restaurativa-reparatoria”, “justicia de acompañamiento”, “justicia terapéutica”, “justicia de rostro humano”, son caracterizaciones que reflejan cambios posibles en el funcionamiento del sistema judicial.
Estos nuevos modelos de justicias tienen en común concentrar la atención en la persona concreta (ella y sus circunstancias, diría Ortega y Gasset), muchas veces revictimizada dentro del proceso judicial, pasando de la cultura burocrática del expediente a la empática del ser humano sufriente, para quien hay que encontrar soluciones reales y efectivas (no meramente formales, abstractas).
El cambio es necesario y posible. Para lograrlo se requieren reformas estructurales -poner en funcionamiento en nuestra ciudad el juzgado de familia, creado por ley hace años, sería un avance importante-, legales (tanto en las leyes de fondo como en las procesales) y, fundamentalmente, transformaciones profundas en las mentalidades y actitudes de los hombres y mujeres que trabajamos con esta clase de conflictos.
Involucramiento personal del juez en la construcción (y en el seguimiento) de soluciones satisfactorias y saludables, además de justas y conformes a derecho; contacto personal con las partes; escucha empática y activa; trabajo interdisciplinario; promoción y acompañamiento de cambios en las interacciones familiares disfuncionales; conciencia de los efectos terapéuticos o antiterapéuticos de la aplicación de la ley, en tanto influye en el bienestar psicológico y en el espectro emocional de las personas afectadas; consideración integral del problema, abarcando su aspecto jurídico, pero también sus presupuestos y connotaciones económicas, sociales, políticas y culturales; respeto y promoción de los derechos, especialmente de los más vulnerables (mujeres, niños y niñas, ancianas y ancianos, discapacitados y discapacitadas); reconocimiento de los derechos y necesidades de las víctimas; “visualización de las relaciones de poder asimétricas y la dominación cultural, simbólica y socio-política-económica en juego o sintetizados en cada conflicto” y “valorar la intersubejtividad” (Oscar Santini); abogados con disposición conciliadora, son algunas de las actitudes que, junto a reformas estructurales y legales, podrían coadyuvar a humanizar la justicia en beneficio y al servicio de las personas en conflicto y de la comunidad.
Vivimos tiempos de cambios (desde la transición paradigmática global a la que se refiere Boaventura de Souzo Santos, hasta las transformaciones culturales, sociales, económicas y políticas que se están produciendo en nuestro país). Excelente ocasión para repensar los modos de resolver los conflictos en general y lo familiares en particular, para reducir los daños directos y colaterales que producen las formas tradicionales de hacerlo.
Invitado: Dr. Rolando Oscar Guadagna, juez de Tercera Nominación en lo Civil y Comercial
Escucha la entrevista en el micro de Informar Para la Salud en Fm Digital 91.9 realizada el día 3 de septiembre de 3013: