A muchos nos cuesta decir “no”, y esto quizás se deba al miedo de sentirnos rechazados, de perder relaciones o de dejar pasar oportunidades que podrían no volver. Sin embargo, vivir complaciendo constantemente las necesidades de los demás puede volver nuestra vida miserable, porque la ecuación se transforma en nuestra contra. Cada vez que decimos “sí” a algo que realmente no queremos, le estamos diciendo “no” a algo que sí valoramos o necesitamos.
Por eso me ha gustado tanto este artículo de Leslie Jamison para The New York Times. En él, Jamison plantea una perspectiva liberadora: las peticiones de los demás no son invasiones o actos de desconsideración; son simplemente eso, peticiones. Las personas tienen derecho a pedir lo que desean, y nosotros tenemos el derecho de decir “no” y de establecer nuestros propios límites.
Jamison también propone un recurso útil para reforzar esos límites: un “Cuaderno de Noes”. Este cuaderno consiste en registrar cada vez que decimos “no” a una solicitud, anotando también lo que ese “no” nos ha permitido ganar. Por ejemplo: “decir no a una salida con amigos me permitió pasar más tiempo leyendo” o “decir no a un trabajo extra me dio espacio para trabajar en mi proyecto personal”.
Decir “no” no siempre es fácil, pero puede ser bastante simple. A veces, debemos enfocarnos en estrategias sencillas como esta para enfrentar nuestros problemas. Con el “Cuaderno de Noes”, aprendemos a priorizar lo que realmente importa y a tomar decisiones que nos acerquen a una vida más auténtica y equilibrada.
La alucinante sencillez de aprender a decir ‘no’
Llevar un cuaderno de todas las oportunidades que rechazó ayudó a la escritora Leslie Jamison a darse cuenta de lo que más importa.
Cuando tenía 25 años, acepté un trabajo en una panadería de una pequeña ciudad universitaria del Medio Oeste. Trabajaba en cocina y en servicio al cliente, sacando cafés en la barra y corriendo a la cocina para sacar del horno mis galletas de azúcar (a menudo quemadas).
Mi jefa y yo habíamos acordado un horario semanal —yo deseaba desesperadamente ser escritora e intentaba sacar tiempo para trabajar en mi novela—, pero parecía que siempre me pedía que hiciera otro turno, que me quedara hasta tarde o que llegara antes, y me resultaba difícil negarme. Si decía que no, me preocupaba dejarla en un aprieto o que decidiera que no merecía la pena mantenerme en plantilla. (Mis habilidades en la cocina apenas justificaban mi presencia).
Una tarde me desahogué con mi padrastro, esperando su compasión, y él se limitó a negar con la cabeza, vagamente divertido. Luego me dio uno de los mejores consejos que he recibido nunca: “Ella tiene derecho a preguntar y tú tienes derecho a decir que no”.
Esto me resultó alucinante tanto por su sencillez como por su radical replanteamiento. Las peticiones que había vivido como actos de violación no eran en realidad nada de eso; no solo era mi derecho sino también mi responsabilidad establecer mis propios límites, en lugar de esperar que otra persona los estableciera por mí.
Cuando tenía poco más de 20 años, me había costado mucho cancelar la suscripción a un gimnasio, preguntándome si la joven “encargada de las inscripciones” iba a tener una bronca de su jefe si no alcanzaba su cuota por mi culpa. Y siempre me había costado decir que no a una copa (o a un porro, o a una raya), no solo por querer emborracharme o seguir así (aunque sí, claro, por supuesto), sino también por imaginarme la punzada de vergüenza o rechazo que podría sentir la otra persona si me negaba.
¿Qué tenía de difícil decir que no? A menudo era el miedo a decepcionar a alguien, a no poder o no querer satisfacer alguna necesidad. Pero también solía ser el miedo a perder algo de forma permanente: una oportunidad, una conexión. Cada oferta era un mensaje que se autodestruía 10 segundos después de que yo lo rechazara, para no volver a ser vista nunca más.
Casi todas las mujeres que conocía habían expresado, en algún momento, su dificultad para decir que no. Sentí una identificación a la vez rabiosa y tierna, pero también sospeché un poco de todas nosotras: ¿Se había convertido esto en una especie de humilde alarde colectivo? ¿Estábamos todas enviando señales de lo mucho que el mundo quería de nosotros, de lo generosas y dadivosas que éramos? Casi parecía indecoroso, incluso egoísta, no tener dificultades para decir que no.
Pero no era solo la generosidad lo que me impulsaba. La incapacidad para decir que no se mezclaba con otras cosas: un deseo mercantilista de apuntalar el afecto, la gratitud y las oportunidades, y un miedo cobarde y egocéntrico a ser aniquilada por el dolor o la desaprobación de otra persona.
Poco antes de publicar mi primera colección de ensayos en 2014, cuando uno de mis profesores de escritura me recomendó para un puesto de profesora, me sentí tan halagada que ni siquiera pensé si lo quería. Y cuando lo conseguí, me aterrorizó rechazarlo, temiendo no solo que “ellos” se enfadaran conmigo, sino también que el universo me castigara por mi falta de aprecio.
Mi profesor, quien me había ayudado a conseguir la oportunidad en primer lugar, fue también quien me ayudó a entender por qué estaba bien rechazarla: otras oportunidades vendrían a su paso.
Cuando finalmente rechacé el puesto de profesora, sentí como si un nudo se hubiera aflojado dentro de mí. Pero eso no facilitó las cosas la siguiente vez. A medida que avanzaba mi carrera, empecé a recibir más oportunidades —más invitaciones para dar conferencias, enseñar, leer o escribir— y seguía sintiendo como una muestra de ingratitud no aceptarlas todas.
Al final, acabé completamente agotada. Me desmayé en medio de un cine y me subí a una ambulancia para ir a urgencias. Resultó que tenía un quiste ovárico reventado y una infección de larga duración que no me habían diagnosticado. Sentí que mi cuerpo me decía: basta.
Después de volver a casa del hospital, en la tranquilidad de mi apartamento, decidí hacer algo que llamé el “Cuaderno de los Noes”. En cada página escribía una oportunidad que había decidido rechazar: una conferencia, un encargo de una revista, una invitación de un amigo. Luego trazaba una línea en la página. Debajo, escribía lo que ese “no” había liberado: más tiempo con mi pareja. Más tiempo en casa. Más tiempo para escribir. Más tiempo para llamar a mi madre, preguntarle por su día y contarle el mío.
Como era escritora, me ayudó hacer una lista de mis propias negativas en un cuaderno. Era como si, en su acumulación, pudieran crear un texto con sentido: la historia de aprender a vivir de otra manera.
A medida que acumulaba más noes, me daba cuenta de que, incluso después de pronunciar la palabra, el mundo seguía como siempre. ¿Las personas a las que temía decepcionar? Estaban bien. ¿El miedo a perder algo para siempre? A menudo volvía, o llegaba otra cosa.
Pero, sobre todo, el Cuaderno de los Noes me ayudó a ver la ausencia como una forma de presencia: en lugar de lamentarme por el fantasma de lo que no hacía, podía reconocer que cada negativa posibilitaba más hacer otra cosa.
En los últimos 10 años he practicado el no en todos los ámbitos de mi vida: he dicho no a hombres con los que no quería tener una segunda cita. Interrumpí con gentileza a los alumnos que hablaban demasiado en clase. Rechacé conferencias porque no quería estar lejos de casa.
En cada caso, me recuerdo a mí misma para qué sirve el “no”: para una cita mejor, para mí y para el hombre que me la propuso. Más espacio para que otros estudiantes participen en la conversación de clase. Más tiempo con mi hija. Siempre, como se dice en recuperación, una cuestión de progreso, no de perfección.
La otra cara de la moneda de decir no es decir sí con más plenitud, menos a regañadientes, porque no estoy viviendo la vida como un trozo de mantequilla demasiado fino sobre un pan tostado.
Sigo pensando en el consejo de mi padrastro; aunque ya no vive, me hace sentir cerca de él. Y, hace poco, mi hija me pidió que la llevara a un parque acuático bajo techo que nos encanta, en un enorme centro comercial de Nueva Jersey. Aunque me sentía abrumada por mi lista de cosas por hacer, dije que sí: a los toboganes de agua y a las papas fritas y al oleaje de una piscina de olas bajo un enorme techo de cristal. El espacio que compartimos estaba hecho de nos; valió la pena cada uno de ellos.
Fuente: www.nytimes.com. Por Leslie Jamison autora de cinco libros, el último de ellos Splinters: Another Kind of Love Story.
La introducción por David Aparicio, Licenciado en Psicología, Editor general y cofundador de www.psyciencia.com.